Me quedaré solo como los veleros
en los puertos silenciosos.
Pero te poseeré más que nadie
porque podré irme
y todos los lamentos del mar,
del viento, del cielo, de las aves,
de las estrellas, serán tu voz presente,
tu voz ausente, tu voz sosegada.
Ausencia, Vinicius de Moraes
El sol entraba tímidamente, un rayo naranja reflejándose en el cuadro de jirafas colgado en la pared, que cubría la caja de los interruptores eléctricos. Allá afuera la vida ya estaba en pie, las aves trinaban agradeciendo el día, los carros comenzaban a circular por la avenida, haciendo chirriar las llantas contra el asfalto. La vecina de al lado cumplía con su manía diaria de regar las plantas del porche con una su manguera verde, vestida aún con camisón y el pelo cano sujeto en una cola de caballo. La temperatura comenzaba a subir, pero yo seguía tumbado en la cama, recién despertado, con el pecho abrazado a una almohada. La noche anterior apenas había dormido y fue gracias a una gotas para el sueño que pude descansar unas horas. Ahora, despierto, me preguntaba qué pasaba conmigo, qué error había cometido. No quería levantarme de la cama, no quería salir al mundo. Lo único que deseaba era estar tumbado, edredón encima. Los pensamientos taladraban mi cabeza y en el pecho un dolor enorme, como un ahogo. Los rayos del sol aumentaban su intensidad e iluminaban la habitación, penetrando a través de la cortina. El cuerpo me pasaba dentro del edredón.
La cama era un refugio seguro. El mundo una gran incógnita. Lloraba sin motivo alguno. Me ahogaba. Un grito se enredaba en mi garganta. Y pensaba que era la persona más miserable del mundo. Entonces pensé que había algo malo que me estaba afectando, una enfermedad tal vez. Y tomé la decisión de visitar un médico. El diagnóstico fue depresión. Y la verdad es que me asusté. Sabía que estas cosas pueden terminar mal, como ya había sucedido con un ser muy querido en mi familia. Entonces decidí aceptar que estaba enfermo y que necesitaba curar esa enfermedad. Combatir los fantasmas que nublaban mi cabeza, llenar el vacío que me perseguía a todos lados, superar la nostalgia y la melancolía. Buscar la felicidad. Cuando uno está enfermo de depresión nada de lo que ha logrado cuenta. Se revuelve en un charco de miseria, sintiéndose una cucaracha. Esto es algo que se va acumulando con el tiempo, tal vez por traumas de la niñez o la primera juventud, por problemas familiares, por heridas que no cerraron. Y puede ser que una situación violenta lo desate más tarde, como en mi caso. Puede tratarse de una repentina ruptura amorosa, la pérdida de un familiar, un amigo querido que se fue, la muerte de una mascota. Lo cierto es que el dolor que sentís por esas pérdidas, que la mayoría de personas sufren en su tiempo pero lo curan de forma, por decirlo así, “fácil”, para una persona enferma de depresión se vuelve una tormenta terrible, en la que te ves atrapado y sin salida. El mundo no tiene sentido, vivir no tiene sentido, el trabajo es una carga. Y todo lo logrado no vale de nada. A pesar de que vivis, de que tenés amigos, de que sos un profesional de éxito… A lo que te aferrás es a la miseria que sentís dentro. Y esa vorágine de sentimientos, esos fantasmas que te anclan en la oscuridad, esos miedos a la vida pueden tornarse peligros y en muchos casos llevarte a tomar decisiones terribles, como hacerte daño, como el suicidio.
Aquella mañana terrible en la que el mundo despertada a mi alrededor y yo sólo quería desaparecer, me llené de valor y decidí tomar las riendas de mi vida. Que lo que sentía no me dominara, a pesar de tanto sufrimiento. Y desde entonces ha comenzado un viaje que ha tenido altos y bajos, pero del que he aprendido algunas cosas que quiero compartir, por si pueden servir a otros.
Aceptar que estás enfermo. Es un paso difícil, pero es el más importante. La depresión es una enfermedad y si no se trata puede tener consecuencias terribles. No es suficiente con pensar que es algo pasajero, que con el tiempo se va a curar, que son “locuras” de tu cabeza. Sí, estás enfermo y como toda enfermedad necesitas ayuda para curarte.
Buscar ayuda médica. El segundo paso es consultar a un doctor. Yo fui a un médico muy bueno, un internista, que me hizo varios exámenes para determinar mi estado de salud físico. En todos salí bien, así es que ahí estaba una buena noticia: mi estado físico era el de una máquina bien aceitada. Pero seguía sufriendo. Entonces decidí que era la hora de consultar a un especialista. Fui donde un médico que me prescribió medicina para combatir la depresión y que me diagnóstico un estado de bipolaridad. Me asusté, claro. Me dijo que en este tipo de enfermedades hay un abanico de casos: desde el extremo de personas que deben ser hospitalizadas, hasta aquellos que terminan optando por el suicidio. Me dijo que yo estaba en el medio, un caso clínico del que podría salir siguiendo un tratamiento y con la ayuda médica oportuna.
La literatura nos salva. Las consultas de este doctor, además de poder liberarme conversando sobre mis problemas, también se convirtieron en un viaje literario. El primer día salí con la recomendación de leer El olvido que seremos, el hermosísimo libro de Héctor Abad Faciolince que ya había leído y cuando lo hice me removió todo por dentro. En la segunda consulta la prescripción fue La conquista de la felicidad, del Nobel de Literatura británico Bertrand Russell, un viaje filosófico sobre las causas de la infelicidad en el mundo. Más tarde la recomendación fue La vida vivida, la hermosa antología de poemas de Vinicius de Moraes. Y en la última visita he salido con la orden de devorar La carta al padre, de Franz Kafka. La lectura de estos libros me ha ayudado mucho, no sólo porque me distraen de mis problemas, sino porque tienen mensajes que te ayudan a ver la vida de otra manera, a reencontrarte con lo bonito. Son una pequeña inyección al cerebro para espantar los fantasmas.
Abrirse a otras opciones. Además de mantener mis consultas con el médico también he leído mucho sobre el tema, tratando de entender esta enfermedad. Internet es una maravilla porque hay una serie de artículos muy buenos, aunque hay que saber buscar. También hay secciones en los diarios sobre sicología, lo que te ayuda no sólo a entender tus estados de ánimo, sino como salir adelante. El País, el diario con el que colaboro desde hace casi siete años, tiene una muy buena. Además, he buscado a otros expertos, que desarrollan terapias “alternativas”, no basadas en medicamentos. Fui donde una naturista que, además de mimarme con unos masajes orgásmicos, también me recomendó infusiones, comida sana, cambiar mi estilo de vida. Y más tarde me encontré con la sicóloga Martha Cabrera, quien desarrolla en Nicaragua las llamadas “constelaciones familiares”, una terapia basada en la idea de que las heridas abiertas en tu familia, los sufrimientos de tus padres, influyen de manera negativa en tu vida y te impiden vivirla a plenitud. Ella ha desarrollado una serie de talleres y encuentros con jóvenes con muy buenos resultados. La consulta con Martha me ayudó mucho, para entender que en mi interior guardaba resentimientos que debía sacar.
La música como terapia. Sí, lo admito. Tuvo que pasar una ruptura amorosa para entender que estaba enfermo. Ahora comprendo que no estaba sano para desarrollar relaciones adultas, a pesar de mi esfuerzo de entrega y mis ganas de dar cariño. Lo hice en esa mi última relación. Intenté darle a esa persona todo lo que tenía en mí, abrirme a sentir, ayudarla a que entendiera que era alguien valioso, importante, y un talento inmenso que tenía que explotar. Le ayudé a abrirse puertas y a aprovecharlas. Pero más tarde me di cuenta que me aferraba a una relación que no era sana, que me torturaba y que me hacía absolutamente dependiente. Entonces se dio la ruptura. Y el sufrimiento fue terrible. Un terremoto que me puso el mundo de cabeza. Y me llevó a hacer cosas que una persona en un estado menos vulnerable posiblemente no habría hecho. Y entonces comprendí que estaba enfermo. Y busqué la ayuda que ya comenté, pero también, además de la literatura, me aferré a la música. En esa maravilla que es Spotify encontré letras que me ensañaron a perdonar, a salir adelante, a vivir, a sonreír, a cantar a todo pulmón, a bailar y amarme y amar la vida. Natalia Lafourcade ha sido parte de mi terapia. Ella dice, simplemente, no más llorar:
Llorar te libera. ¡Cuánto bien te hace llorar por todos los duelos que cargas! Llorar, entregarte a las lágrimas sin restricciones, sin pena, te ayuda mucho. Es una catarsis necesaria, que te libera, que te permite sacar todo lo negativo que guardas, que te renueva. Llorar es importante.
La playa, la naturaleza, te renueva. Y llorar en un lugar hermoso, al aire libre, te ayuda más. Mi lugar favorito en Nicaragua es playa El Coco, en las costas del Pacífico sur del país. Fui un fin de semana y caminé y corrí de punta a punta en la costa, andando y desandando la bahía. Y mientras caminaba bajo el sol tropical, con la brisa en mi cara, con el sonido hermoso de las olas reventándose cerca de mí, lloré. Sí creo en la energía de la naturaleza y pedí lo mejor de esa energía para mí. Perdoné a las personas que de alguna manera me han dañado desde mi infancia hasta mi edad adulta. Les agradecí a otros por haber aparecido en mi vida y los despedí como se despide a un ser amado que ha fallecido. Decidí llorar mis lutos, pero también decirles adiós. Y tomé piedras de la playa por cada uno de mis dolores, las basé y las arrojé al mar, diciéndoles adiós, que el mar se los llevara lejos. Al caer la tarde, al ver la hermosura del sol convertido en un gran disco naranja desaparecer en el horizonte, me sentía mucho mejor.
Los amigos, compañeros de viaje. Estoy muy agradecido a los amigos que tengo. Cuando los fantasmas, los dolores, el ahogo, la nostalgia tocan a mi cabeza, los llamo y me escuchan, no me dejan solo, me hacen reír, me dan chocolates, se sientan a mi lado, me abrazan, me sacan de paseo, me miman. Pero sobre todo me escuchan. Puedo pasar horas hablándoles de mí, sacando el sufrimiento y están ahí, firmes, escuchándome. El agradecimiento hacia ellos es inmenso, porque me están salvando. Busquen a los amigos, no se encierren, ellos los entenderán y ayudarán.
La cocina, el lugar donde se es feliz. He aprendido que cocinar para los demás me hace muy feliz. Inventar recetas, jugar con los ingredientes, elegir el pescado en el supermercado. No hay nada más liberador que partir verduras, que hornear salmones, que condimentar las sopas. Y cocino mientras escucho música y canto a grito suelto: Chavela Vargas, Natalia Lafourcade, Amy Winehouse, Agustín Lara… Y no sólo puede ser la cocina, también el baile, la pintura, aprender música. Todo lo que permita ocupar tu mente, pero también compartir con los demás.
Evitar el escape fácil. Las drogas, el sexo de una noche repetido obsesivamente con gente desconocida, el licor. Todo lo que te hace mal sólo te hunde más en tu enfermedad. Y no ayuda. Es tentador y podés caer, pero es importante saber que te hace daño. Es un escape momentáneo del que salís miserable. Evitarlo es lo importante. Y para eso, repito, están los amigos y aficiones sanas como la cocina.
Viajar. Es abrirse al mundo. Nada más emocionante que conocer lugares nuevos, encontrase con gente nueva, que no conoce tu pasado y con quienes de alguna manera podés comenzar de nuevo. Tal vez no haya dinero para ir a Praga, pero sí para las playas, montañas, ciudades coloniales de tu país. Viajar es vencer prejuicios y te convierte en una persona más culta y feliz.
Escribir. A mí me encanta –si no miren todo esto que he escrito- y lo he hecho siempre. No sólo porque de eso vivo, sino porque me libera. Para despedir un amor, para comentar un libro que me emocionó, para desahogar mis frustraciones políticas, para comentar lo feliz que me hace una experiencia, para agradecer por las cosas buenas que me pasan. Escriban. Tomen la hoja y solo dejen que las manos y la cabeza hagan su trabajo. No importan los puntos, las comas, las reglas literarias. Escriban. Que la escritura los libere.
Ser consciente de quién sos y lo que has logrado. “No basta con ser el mejor, sino que se sepa”, es una frase del Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez, que es algo así como el lema de su fundación, la FNPI. Puede sonar una frase pretenciosa, pero tiene una función muy importante: reconocer hasta dónde has llegado y lo bien que lo has hecho. Yo agradezco porque me he esforzado y gracias a ese esfuerzo me he hecho un nombre, tengo gente que admira mi trabajo y me lo dice. Escribo para el mejor diario del mundo publicado en español, soy editor de la mejor revista de análisis de Nicaragua, mis reportajes han sido reconocidos a nivel nacional e internacional, han aparecido en importantes antologías que reúnen lo mejor del periodismo, publicadas en español, en inglés, en alemán. He sido nombrado uno de los Nuevos cronistas de Indias, he viajado para cubrir grandes eventos internacionales, los grandes maestros de esta profesión que amo me han dado su cariño y su espaldarazo. Viéndolo en perspectiva, no lo he hecho tan mal. Soy alguien. Y ese esfuerzo hay que reconocerlo, agradecerlo y estar feliz por ello. Gracias a la vida, que me ha dado tanto.
Estas sano, ¡qué bueno! Sí, la depresión es una enfermedad, pero después de ella tu cuerpo, tan hermoso, funciona a la perfección. Me veo en el espejo y veo mis manos y piernas sanas, con las que corro por la playa. No sufro de enfermedad incurable ni tengo males físicos que me angustien. He aprendido a ver mi cara, mis ojos verdes y mi piel blanca, regalos de mi madre, mi barbilla, mi frente amplia, el pelo castaño… Lo que antes me parecía feo ahora he aprendido a verlo con otros ojos. Y siento que no está mal. Hay que coquetearse.
Vas a caer, pero saldrás adelante. Hay días en los que la nostalgia ataca. Y llega la angustia. Y no paras de pensar y el mundo se te nubla. Es normal. Estas en un proceso. Pero debés saber que vas a salir adelante. Que el presente es hermoso por todo lo que tenés y que ya vendrá un futuro sin tanto dolor. ¡Qué maravilla pensar en la gente que vendrá a tu vida, los viajes que harás, los libros que leerás, los amores que tocarán a tu puerta! No hay que desesperarse… La vida es un ratico y poco a poco, con ayuda de los demás, aprenderás a vivirla. Este es un hermoso viaje. Y no viajás solo.
(Mi agradecimiento enorme a Arlen, Sofía, Alex, René y a quienes me han escuchado y me ayudan. Les debo una caja de chocolates)